Arturo Pérez-Reverte: El Cabo del Fin del Mundo
Me gusta mucho el cabo Finisterre. Por varias razones es uno de mis lugares favoritos, simbólico, indomable, preñado de Historia: un mito que desde hace miles de años fascina la imaginación de los seres humanos.
Cada vez que me asomo a él, sobre el acantilado del monte Facho y a la sombra —figurada, porque para mí siempre está nublado y llueve— de su faro legendario, pienso que allí termina realmente el Camino de Santiago, en los innumerables barcos que durante siglos se perdieron en sus rocas —por algo se llama aquello Costa da Morte— y también, inevitablemente, en los legionarios romanos de Décimo Junio Bruto, que contemplaron sobrecogidos cómo el sol poniente, con una llamarada que parecía incendiar las aguas, se hundía en el mar camino de las siniestras Regiones Oscuras, pobladas de tinieblas y monstruos marinos.
En realidad Finisterre no es el extremo real, la punta más occidental de Europa. Los antiguos geógrafos tardaron algún tiempo en establecer que ese lugar lo ocupa el cabo Roca, en Portugal, que penetra casi nueve millas más allá en el océano; pero en este caso la veteranía es un grado, y como afirmaban en El hombre que mató a Liberty Valance, a veces es más hermoso imprimir la leyenda.
Finisterre, como su propio nombre indica, es el final de la tierra antaño conocida, y de ahí su bello nombre clásico, que procede del latín con que por primera vez fue nombrado en los textos antiguos: finis, final, terrae, de la tierra. El lugar en que las tribus celtas erigieron el Ara Solis o Altar del Sol. Allí donde termina el mundo conocido y puede contemplarse el enigma del mar inmenso e incógnito.